martes, 26 de junio de 2012

Notas al vuelo durante el viaje a Qingdao

Acostumbrado hasta ahora a la decepción de unos trenes que pertenecen a la época en la que el vagón realmente correspondía a la imagen evocada, cuánta alegría al comprobar que bien pasaré las cinco horas del viaje en un vehículo nuevo y que por lo menos pretende a moderno. Los chinos, en mangas de camisa y cargados con fardos, se me aparecen como anacronismos con patas, viajeros del pasado abducidos por un presente que debe ser futuro. Y es que el azúcar se echa cuando ya tienes listo el café.

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En este viaje me  he dicho: “eres el chico que lee a Camus”. Una bonita identidad perecedera.

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Silbidos y golpes de silla. Fuera parece verde, pero cuando cae la noche sólo veo mi reflejo. Leo el Cuaderno de Viaje, muy apropiado. Me gustan este tipo de coincidencias. The Hound of Baskerville. Me gusta la idea del miedo como estímulo para alterar la realidad. Aunque visualmente muy resultón, no me convence tanto el arreglo explicativo por el que han optado en esta adaptación. Quita mérito a la conciencia, resta poder a la capacidad humana de temer. No quería que fuera artificial o inducido. Temor de dentro. Bien, de todas formas.

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No quiero negociar el precio con el taxista. Es tarde y necesito llegar al hostal. Me carga tarifa doble: nocturnidad y extranjería. Es igual. Tiene un acento divertido, así que trato de sacarle conversación. No sintonizamos bien. Yo soy un poco reservado, él grita raspando la garganta. La carrera es un paseo. El lunes volveré a pie.

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Noche irregular. La litera está dura, aunque limpia y en condiciones. Durante la noche han ido entrando el resto de compañeros de habitación. Esta mañana les he echado una ojeada mientras todavía dormían. Dos muchachas pelilargas, piernas blancas, pantalones deportivos. Un chico flaco color café, pelo ralo y que se encoge como un niño. Dos chinos, mediana edad, gesto de piedra. Un británico o irlandés, que duerme la mona con cara de besugo.

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Estoy en el bar del hostal. Café carísimo. Me abstengo. He adquirido un mapa. Soy viajero con mapa. No sirve de nada haber señalado algunos puntos de interés. No me decido por salir. Mucho tiempo. El día está gris, hace algo de fresco. Quizás llueva. No sé si aprovecharé lo que tengo. Me veo regresando antes de tiempo. Qué desazón. Los camareros limpian el lugar. Enorme. Ordenan las bolas de billar. Bien. No estoy solo. Hay una rubia dos mesas más allá que no se despega del portátil. Su querido va y viene, mayormente va. Tecletea. ¿Trabajo? Quizás esté preparando el día como yo. Me digo que cuando ella decida marchar será mi turno. Pero tal vez no deba esperarme tanto. Ya veremos.

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Dos españolas se han sentado atrás. No se aclaran con los años que lleva Merkel como canciller. Me levanto y me voy.

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El aire es más ligero que en Beijing, sopla con suavidad, sin la violencia de la capital. Sonrío conforme llego al mar. Lo echaba de menos. El mar. No es mi mar, pero me recuerda a él. No estoy siendo infiel. No quiero cometer adulterio. No flirteo. Contemplo, nada más. Lleno la vista como si apreciara una criatura distinta, la prima de mi flor, más morada, pétalos puntiagudos, pistilos largos. No es un mar bonito, pero es viejo y tiene carácter. Resiste todo lo que le eches, aunque ya se nota el ajado en sus costuras. El mar fascina, la luna fascina. Camus hablaba de su añoranza al mar cuando visita América. Lo acabo de leer. Como Camus, no me pierdo en el mar, me vuelvo a encontrar. Me acuerdo de Mishima, el mar y el marinero que perdió la gracia de éste. Pienso en otros más, en cajones, en mi mente, pero no consigo recordar sus nombres. Es igual, ahí están, oda al mar. Algo de su amor queda impregnado en mí, como seguro viene heredado de otras generaciones. El primer amante del mar no amaba más que el de ahora, pero sí fue más importante. El sentimiento crece. El mar sigue igual.

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Frutas: cocos, lizhi, piñas, albaricoques. Otras que no tengo catalogadas. Pulpos y calamares. Estrellas de mar. Todo a la barbacoa. El olor es muy fuerte. Los chinos mastican, desgarran la carne elástica del palillo de madera. A todas horas. En todas partes. Me agobia este paso por las playas. Out.

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Una china viste una camiseta donde se lee “Pray for Japan”. Las puertas de los astilleros llevan estrellas rojas con un ancla y dos cabos enredados como culebras.

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Un mendigo en el puerto. Es albino. Le falta un brazo.

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Estanque de nenúfares y lotos. Dos hombres echan la caña tras el cartel de prohibido pescar. Sonrío.

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El parque de estatuas es aburrido y artificial. En el pasado fue cementerio de alemanes. Ni siquiera se siente camposanto. Me marcho sin completar la visita.

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Callejeo. Hacía tiempo que no me perdía. No tiene gracia callejear en Beijing. No te puedes perder en Beijing. En Qingdao las calles están desniveladas, distribución europea. Se cruzan, se cortan, culs-de-sac, garfios. Qué gozada. Llego al distrito universitario. Qingdao se enorgullece de su instituto especializado en investigación de la biología marina. Tranquilo, peatonal. Robles en cada acera. Tres graduados en sotana. Me dejo orientar por el olor a sal.

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He visto en tres ocasiones distintas el mismo coche turístico. Una cáscara de nuez rojo sangre, vieja, sucia, petardeante. En la ventana trasera hay impreso con pintura blanca el número de teléfono, 6666 6666.

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La tarde en el hostal gotea poco a poco. Siento como que me queda poco por ver de la ciudad. Viajando solo me rindo a mis caprichos introvertidos. En compañía me hubieran obligado a salir a quemar tiempo. Como no es impulso natural, me quedo en el lounge. Aunque me gustaría ser obligado a coger la puerta. Me falta el contrapunto.

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Rubios, rubias, morenos y morenas se juntan en pequeños grupos. Small talk. Ellas parecen ansiosas. Ellos juegan con un bajo perfil cool. Yo leo Camus y de tanto en tanto les echo una ojeada. También son comunes los grupos de chinos jóvenes, pero duran poco antes de desaparecer sin avisar. Miro. No tengo interés en hablar, sólo quiero escuchar y observar.

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Una pareja joven de alemanes. Ayer por la noche coincidimos en el check-in. Hoy comen dos mesas a mi izquierda. Él es dicharachero, ella está loca por sus huesos. Bromas, juegos, muy físicos. No sé sus nombres, no nos hemos presentado.

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Después de la cena el lounge vive unos momentos de agitación. Parejas que mojan el reposo en cerveza, grupos agotados que charlan entre murmullos, unos franceses que machacan el futbolín. Merde! Aim gonna kique jour asse! Un indio cuela una litrona de Coca Cola. Estoy cansado. El partido no empezará hasta dentro de tres horas. Me voy a la cama.

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Hoy sí he desayunado, y ha valido la pena. Despreocupado por la hora, me he levantado a las diez y me he acicalado como un gato, en silencio y con paciencia. Una chica se ducha al otro lado de la pared. Si me concentro puedo escuchar cómo se enjabona, manos por el vientre y los costados. El sol pega fuerte hoy.

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En una ciudad que fue colonia resulta curioso que el extranjero sea visto todavía con curiosidad. Perdido entre calles y cruces endemoniados soy asaltado por chinas de intenciones desconocidas, que huyen cuando les dirijo la palabra como si confirmara algún temor oculto. Se disculpan en inglés. A mí me cuesta ya fiarme de su inocencia. Este país te vuelve desconfiado.

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Esperando en la estación de autobuses. En la puerta tres descamisados se ofrecen a llevarte donde quieras. Los demás les ignoran como ignoran a mendigos y deformes.

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Dos occidentales hacen su esperpéntica aparición de rubios, grandes y pálidos, como dos osos polares en la reserva de Yellowston. Les veo discutir en inglés con las taquilleras. Ella espera al lado del dispensador de agua caliente, convirtiéndose en la atracción de todos los chinos, que de pronto quieren rellenar sus termos de té. Parecen frustrados. Me acerco un poco y ella solícita me sonríe. Empezamos a hablar. Son australianos, estaban de viaje por Corea y en un arranque aventurero decidieron coger un ferri hasta Qingdao y hacer algo de ruta china. No tenían nada planificado y esta falta de antelación les estaba comiendo tiempo  y oportunidades. Necesitan ir a Beijing, pero no quedan billetes ni de tren ni de autobús. Se les había ocurrido acercarse hasta alguna ciudad próxima y hacer noche, pero también aquí tenían problemas. Les echo una mano proponiendo algunas posibilidades. Aunque optimistas, se les nota abatidos. Los riesgos, pienso. Ellos lo saben. Intentarán de nuevo coger algún tren. Mi autobús a Lao Shan va a salir. Nos despedimos efusivamente.

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El recorrido lame la costa y sus playas, todas ellas enumeradas (nº2, nº4, nº6…). Los asientos son de cuero, en el techo hay dibujos infantiles de calamares con ojos divertidos. El día se va aclarando, vuelvo a ver el azul en el cielo.

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Afortunado encuentro en las taquillas del Lao Shan. James, Carolina del Sur, undergraduate en historia. Masa, osakeño, con la constitución de un jugador de baloncesto y un inglés muy canadiense. Ambos estudiantes internacionales en Dalian. Hacemos buenas migas rápidamente.

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Somos la atracción del autocar hasta el pie de la montaña. Los chinos comparan entre risas el vello de mis piernas con las suyas. James y Masa se deshacen en wohas conforme subimos la sierra. Formaciones calcáreas que parecen vértebras redondeadas sobresalen de una vegetación fresca y de sana clorofila. Buen momento para la visita.

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Apretados por el reloj saltamos las escaleras de dos en dos, esquivando ancianos, parejas y niños pequeños. Árboles con las ramas atadas por sortilegios de buena suerte.

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La cima nos espera con una pasarela de casi dos mil años. Los chinos descansan mordisqueando pepinos, adquiridos a una reencarnación de Laozi que los mantiene a refresco en varios barreños.

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Entre la bruma distingo la bahía de Qingdao.

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Regreso relajado. Paseo por las playas, conversando con James y Masa. A las ocho sale su avión. Nos despedimos entre abrazos.

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Completamente derrotado. Bebo tranquilamente mi última cerveza en Qingdao y observo el siempre interesante lounge del hostal. Una polilla de rusa, chiquita, flaca y de mirada afilada revolotea entre las mesas hablando con todos un poco. Me dice que lleva diez días ya en Qingdao, aunque sólo tenía planeado quedarse tres. Un francés le hace los moves a una americana en la barra, pero por muchas ganas que le ponga no consigue atraer su atención. Un chino se ha quitado la camiseta y patina su torso moreno por el tapete de la mesa de billar. El resto mira su jugada con los cigarrillos colgando de sus labios, arriba y abajo. Un grupo de japonesas juegan a algo llamado “potato chip” a mis espaldas. Una cuarentona entrada en carnes las mira con cierta desaprobación y algo de celos. Ya he tenido suficiente.

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Sueño desordenado, interrumpido por la descortesía de mis compañeros de habitación, que demuestran con sus portazos, golpes y ruidos de bolsas una falta de respeto y educación que más que rabia da lástima. No me entretengo en el check-out.

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 Las aceras me cuentan que anoche llovió en la ciudad. El aire está turbio y desarreglado, con manchas y cortes. Me sorprende encontrar negocios cerrados a las siete de la mañana. 

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La gran sábana blanca vuelve a cubrir el cielo de los chinos. En menos de una semana volveré a la Terreta, y aunque no se podría decir que extrañaré este techo de cíclope borrascoso, sí notaré su ausencia. Esa luz pálida, este azul diluido en detergente. Nubes en amalgama, sol perdido en alguna parte.

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“Todo logro significa una servidumbre. Obliga a otro más alto.”